domingo, 8 de noviembre de 2015

Vertederos sociales



¿Por qué la filosofía ha proclamado que el simulacro es nuestra única naturaleza?


¿Por qué ha escrito que la verdadera autenticidad queda en adelante excluida del mundo, que la aspiración por lo auténtico no es más que una ilusión?


2010. En el centro de la ciudad una niña, con un 80% de minusvalía psíquica, hace parpadear sus ojos detrás de la ventana de su cuarto.


Una lágrima, del color del alumbrado público, le flota en la mejilla.


Tiene 23 años.


No controla esfínteres.


Se asusta de su flujo menstrual.


En su pañal las figuras de unos dibujos animados recrean una serie televisiva de gran audiencia.


Está sola, como siempre, junto a la pantalla encendida de su ordenador.


Hace sonar sus dientes como si estuviera masticando un puñado de cristales.


Vive en una habitación insonorizada, lejos de todo, para que sus ruidos no perturben el ruido cotidiano de las cosas.


Cerca de allí, las cámaras de vigilancia registran el trabajo de las prostitutas.


La calle es una conversación soez en una lengua extranjera.


Hay gestos que provocan a las autoridades educadas en la moral del Opus Dei.


Los vertederos sociales son inadmisibles, dicen.


Cuando la policía llega, huele a hamburguesas y a salsas de McDonald`s.


La guerra por la seguridad está por todas partes, basta que alguien alce el brazo armado del dinero.


Es mejor no huir, declarar la identidad.


Ser arrojada sobre la pared y registrada a fondo.


Es mejor obedecer aunque sea una humillación.


Cualquier sentimiento queda anulado por la Ley de Orden Público.


La niña no duerme, no duerme nunca.


Los intervalos del sueño le llegan discontinuos desde esas ondas televisivas que lanzan sus ficciones a la tierra de nadie en que ella habita.


Mira por la ventana a la claridad nocturna.


No se puede saber qué piensa, si oye las voces de la policía ahí abajo, las sirenas, el tráfico de coches en la avenida.


Su pensamiento tiene un territorio propio: el del miedo.


En la acera el contenido de los bolsos de las prostitutas es inspeccionado a fondo.


Alguien recoge la fotografía de una niña con los rasgos de la cara devastados por la enfermedad y lo transmite por radio.


Los clientes miran desde los bares.


De camino a los furgones, aún se espera la llegada de las horas más difíciles.


Aún se espera que la historia haga su aparición y abrase este maldito país.


Como todas las noches las sacudidas de los nervios le zumban a la niña debajo de la piel.


Su pequeño yo se dispersa y convulsiona.


De poco sirve el contenido de las pastillas, la terapia educativa, los psicólogos sociales.


De poco sirve llorar por un poco de amor.


Para no oír aquello que le late en la cabeza, se mete los dedos en los oídos hasta hacerse daño.


Su corazón podría ocupar la página de sucesos de todos los informativos.


Un gato chino no deja de saludar con el brazo.


Ella retira la almohada y descubre el pequeño agujero abierto en la pared.


Escarba con las uñas en el yeso.


Sueña que algún día podrá escaparse por ahí.


Mira. Dentro ve mundos que nadie ve.


Escucha la rotación de las esferas, las nubes de electricidad cósmica, las corrientes de la luz.


Todo es inmenso y bello, casi como una nueva realidad que está naciendo.




Diego Doncel. El fin del mundo en las televisiones. Visor, 2015.

Imagen: Diane Arbus.

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