jueves, 23 de junio de 2016

NO HAY CASTIGO PARA EL CRIMEN



Él hace una llamada de teléfono a un apartamento en el que sabe que no vive nadie.


El ruido de la línea le hace imaginarse la oscuridad de los espacios vacíos, el frío de la moqueta y de las paredes.


Oye el movimiento del polvo en el aire,


el trabajo del tiempo deteriorando todas las cosas,


las moléculas que poco a poco mutan alrededor.


Antes de que se apague el último tono, escucha las voces de las que huye.


El sonido del catéter aspirando la mucosidad de los bronquios.


El zumbido constante del electrocardiograma.


Por la ventana, los coches emergen del otoño con los faros encendidos, el agua de los aspersores centellea en medio del calor.


No hay castigo para el crimen porque nadie puede hacer justicia.


Sabe que esta ciudad está construida sobre acciones que nada tienen que ver con la ley.


Y que el hombre que está en la cama es su víctima.


La delincuencia adquiere aquí un rango político, la información no es inocente, la medicina es un instrumento de dominación.


El poder es tan misterioso que cabe preguntarse quién manda en el poder.


En los intervalos de nubes, el nombre de una entidad bancaria flota como un satélite.


Y la frase que hay escrita debajo de ella, tiene la caligrafía de un ministro obeso: Gracias por confiar en nosotros.


El coma ha hecho perder a ese hombre todos los rasgos humanos:


abre los ojos para no ver nada,


bosteza como un animal indefenso,


tiene heridas sobre las que no puede sentir ningún dolor.


Todo lo que él fue ha sido borrado.


Lo cuidan aquellos que atentaron contra él, que fueron sus verdugos.


El silencio sobre lo que pasó nos convierte a todos en culpables, porque el destino de este país es hacer culpables incluso a las víctimas.


Una enfermera lo alimenta por la cánula que tiene abierta en la garganta.


Cualquiera que lo vea, menos ella, puede relacionar su extrema delgadez a la de aquellos cadáveres apilados en los campos que nos nuestra la televisión.


La conciencia de este hombre es solo una serie de sacudidas nerviosas.


Él vuelve a oír todo esto a través del teléfono como cada vez que marca el número de esa casa deshabitada.


Sabe que se ha vuelto loco de tanto buscar alguna respuesta.


Quiere huir.


Sale a la calle y toma un taxi.


No atraviesa la ciudad sino su vida.


Escucha la voz fantasmal de los médicos, la palabra morfina, la legitimación de la muerte.





Diego Doncel. El fin del mundo en las televisiones. Visor, 2015.

Imagen: Pedro Luis Raota.

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