sábado, 13 de mayo de 2017

11. La eficacia



            Dijo Camilo:

            –Lanosa sostiene, en sus cartas contra mi persona, que si el Estado me ordenara exterminar progenies, y me impusiera la condición de aceptar la misión o tornar a esta ciudad, degradado al salario de tres obreros, yo asumiría aquella empresa. El buen Lanosa lleva razón; mi mujer piensa como él, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse; entre seres inteligentes, el silencio resulta cláusula de convivencia. Insinuado el cometido, mi impulso inicial, según Lanosilla, consistiría en negar la colaboración; pero, tras meditar concordadamente, acabaría por acceder, discurriendo como sigue: “De no participar yo, otros participarán y realizarán el empeño; demás que me limitaré a verificar mandatos”. Lanosa posee razón; mi esposa piensa igual, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse. Cuando un hombre se ha guindado hasta la clase gobernante, no puede retroceder a la marginación. En la ocasión que ahora trato, las afueras del goce no aparecerían representadas únicamente por el triste salario de tres obreros, sino por el hecho de contemplar la sonrisa de mis hermanos, ver que mi padre se permite aconsejarme o escuchar de tu boca ciertas advertencias.

            Prosiguió:

            –El individuo de Estado se configura mediante la altanería, el orgullo y el desprecio de quienes rodearon su vida anterior; si deviene inoperante, aquellas gentes se vengan con su mera presencia. ¿Podría yo soportar un suceso tal? Entre servir al Estado cenando con embajadores o aniquilando pueblos, el avispado elige sin vacilación; mas cuando no cabe opción, la sensatez ha de inclinarse ante el destino. Lanosa me imagina comisionado para recibir los hígados de los ejecutados, contabilizarlos y dar cuenta a mis superiores; considera que, durante la primera semana, inventarío cincuenta mil vísceras, y que, al regresar al hogar, para descansar, describo a mi esposa los temblores, los mareos y las náuseas anejas a la operación, por lo cual propongo reposar en un balneario. Lanosa acopia razón; mi mujer piensa igual, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse. En la segunda semana del estrenado menester, adviene a mis manos el bazo de una niña, acontecimiento que perturba cualquier serenidad; entonces redacto un informe, sugiriendo a mis benefactores que las vísceras no se exhiban, en adelante, con etiquetas de origen, documento que valoro como digno de mi moralidad. Al entrar nuevamente en el hogar, relato aquel incidente, y, para consolar a mi esposa, menciono la pretensión de adquirir un castillo con los emolumentos de mi trabajo. lanosa tiene razón; mi mujer piensa igual, aunque calla, porque existen cuestiones que no deben explicitarse.

            Añadió:

            –Llegado este momento, conozco, por casualidad, que un anodino como Fernandito Panduro ha sido enviado embajador, y, en consecuencia, transcurro la tercera semana entre reflexivas depresiones, comparando mi suerte, francamente gris, con la fortuna de Fernandito; mientras aprecio la inmundicia de los hígados circundado de ensangrentados jiferos, conjeturo sin querer: “ Tal vez Fernandito esté disfrutando la caza del zorro”; antes de terminar esta oración, siento nacer en mi corazón el odio contra los condenados, culpables de mi oficio; al punto doy en exigir agilidad y rendimiento a los matarifes.  Al pisar el hogar, sermoneo a mi esposa sobre la pravedad de los penitenciados y la urgencia de crear un método más expeditivo para eliminarlos. Amanecida la cuarta semana, experimento la impaciencia de empezar las ejecuciones y sus disecciones; encargo que los jiferos inicien su labor con los niños, cuando el sol asome, y que vayan ascendiendo en edades conforme crece el día, hasta concluir con los ancianos; se trata de un decreto opaco y sin aparente sentido, que ni siquiera Lanosa sabe explicar; a juicio de Lanosilla, en el fondo de tal mandamiento, como en todos mis actos, anida el terror de que, devuelto a esta ciudad, mi hermana pueda espetarme, al tiempo que se abanica: “Y tú, Camilo, ¿qué piensas hacer ahora?”

            Calló, bebió, pergeñó un gesto agrio y siguió parsimoniosamente:

            –A la quinta semana, revisando las inmensas cubas, repletas de chorreantes y rojizas vísceras, vivo el cataclismo del espanto, y ello acrece mi furor; según me horrorizo, me ensaño, lo cual llamo ligazón del verdugo con la víctima; desde esa hora, la necesidad de matar fluye de mi interioridad, como atributo de amor;  con desbordante emoción llego a constatarme misterio ontológico: soy, en efecto, la potencia que contradice la Creación. A la sexta semana determino sistematizar el matadero, hasta entonces desordenado: decido abrir fosas jamás calculadas; ordeno rapar la mitad exacta de cada cabeza femenina, y la totalidad de las masculinas, que marco a fuego; dispongo la minuciosa trituración de los cráneos, tras su mondado químico, e instalo en mi despacho un ingenio para escuchar el chasquido de la máquina que machaca parietales, temporales, frontales, occipitales, etmoides, esfenoides y maxilares; unas veces, el artilugio emite un crac-cro; otras, un cra-cri; y otras, un crac-crac; un imprevisto pánico me mueve, en ocasiones, a enterrar rápidamente los despojos y limpiar la tripería, borrando así toda señal; en semejante precipitación, mis subordinados adivinan la presencia de un inexplicable malestar; cuando esto ocurre, la tarea se alarga hasta la extenuación.

            La voz de Camilo insistía con precisión y arrogancia; sus ojos me escrutaban sin piedad.

            –A la séptima semana –continuó– resuelvo empaparme de los rostros y figuras de los supliciados; uno de ellos, las tibias casi al descubierto, me observa como si no existiéramos; carece de la flexibilidad del animal, de la placidez del vegetal y de la impavidez de la piedra; sólo es una mirada, algo tan pavoroso como el sueño de lo imposible, parece obra de un dios loco; intuyo que no le importará siquiera morir. Ante tal espectáculo, surge de mi mente la siguiente expresión: “¡Extraños condenados!”. En este instante advierto una vigorosa dialéctica: los ejecutados encarnan la otra cara de mi esposa, en cuyas pupilas se esconde la mirada de aquel acuclillado; si contemplo el semblante de Clotilde, ya no distingo al inmolado, y si reparo en las cuencas casi vacía del miserable, ya no vislumbro a mi Clotilde; la gentileza, la paz, la dulce voz y el confiado estar que manan de mi mujer son el reverso del campo de ejecuciones; así, ella misma queda definida, en cierta forma, como el otro ser del matadero; por ello necesito ambas comparecencias.

            Enmudeció unos segundos.

            –La octava semana me depara una sorpresa: el degolladero no puede funcionar por falta de materia –dijo–; entonces averiguo que Ramón Dosalvas, mandón de otra tablajería, ha dado en hurtarme, mediante intrigas e influencias, reatas enteras de penitenciados. Viajo a la gran ciudad, formulo largos escritos, sobradamente probados, desenmascaro a Dosalvas y me beneficio de cien disculpas, sonrisas y plácemes; de paso, ceno con dos embajadores. Al fin obtengo promesas de extender la matanza a razas análogas, logro que la morralla se reparta equitativamente y percibo de mis benefactores una bandeja de plata, un collar de diamantes, la efigie del Poder y el salario, a perpetuidad, de trescientos contables; sitúo mi hogar en un castillo; mi hija crece, mi mujer lee y borda; retorno a esta ciudad cada año, ocupo un lujoso hotel y me niego a recibir a mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y mis cuñados.





Miguel Espinosa. La fea burguesía. Alfaguara, 1990.

Imagen: Terry Gilliam. Brazil, 1985.

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